Dice el portero de mi casa, el
del turno de mañana, que están cerrando todos los bares de gallegos, porque ya
nadie bebe cervezas chicas.
También están cerrando las casas
de pasta, esas que hacen ravioles del tamaño de elefantes, porque ningún
italiano, de los que hoy tienen pasaporte, recuerda realmente la receta.
Cierran los clubes de boxeo, en
su lugar abren zapaterías y casas de cambio, también abren gimnasios para
damas, llenos de máquinas con arreglos rosas e inquietantes paredes llenas de
espejos.
Cierran las tiendas de cortinas y
las de flores para velorios, cierran hasta las pollerías, dice el portero; ya
solo se encuentran bandejas de pechugas mohosas, o capaz que rebozadas, coronadas, si hay suerte, por alguna aceituna.
Cierran los carritos ambulantes
de panchos, las lavanderías -el delicado olor de sus jabones-, cierran las
carpinterías y las cooperativas de electrodomésticos, cerraron ya aquella donde
la señora Amparo compró una tostadora en diez cuotas.
Cierran, bajo la triste mirada de
sus vecinos, los locales que reparaban tambores, suerte de zapateros con manos
de oro, curtidos padrinos de carnavales pasados; cierran las tiendas de
golosinas o al menos incluyen un mostrador donde pagar facturas.
Cierran las granjas y abren
plantaciones de soja, porque los chinos tienen hambre y son muchos, muchos
chinos hambrientos, y cierran entonces las granjas, y las empresas que reparten
leche, y los mataderos llenos de certificados y pegatinas y contratos que
demuestran que respetan la ley.
Cierran los teatros y las
ferrovías, al menos hasta que los chinos hambrientos acaben por construir
nuevos trenes, al menos hasta que las compañías de ómnibus se declaren en
bancarrota o hasta que llegue algún turista –¿extravagante, millonario?- y
decida convertirlas en un local de deep house.
Cierran o quizás no cierran todas
las cosas listadas arriba.
Puede que sea sólo el portero de
la mañana y la visión melancólica de su antiguo Uruguay.