A menudo la ciudad desconocida te recibe con una lluvia fina y fría y con gente que sonríe sin razón aparente. Cuando llegas, especialmente si es de noche, se te instala una presión gélida en la nuca que te obliga a caminar despacio. A veces te parece reconocer algunos rostros: amigos, antiguos amantes o profesores de la escuela. Hay hombres que fuman en sus puestos de flores y mujeres engalanadas que compran manzanas. La gente avanza, aparta las hojas, se abotona con esmero el abrigo. Las noches son más cortas y los sueños son casi siempre pesadillas. Ojalá la soledad fuese tan dulce como las primeras horas en la ciudad desconocida.