Desde siempre me fascinaban las casas vacías, sobre todo porque por las tardes, -más que nunca en verano-, reposaban tranquilas entre el sopor de las farolas, sin gritos, ni sábanas limpias. Me gustaba quedarme a ver las lagartijas, bueno y también tocar los muros de cemento, macabros y vacíos, sin ninguna historia. A veces pensaba en mudarme. En realidad podríamos haber ido juntos. Nos habríamos metido mano en el suelo, tristes y entumecidos. Después supongo que habríamos echado agua hirviendo contra las paredes sin esmalte y habríamos comido tarta apoyada en servilletas.
1 comentario:
Inquietante. Muy bueno
Publicar un comentario